Observar el mundo con una mirada de asombro, como los niños, es la mayor muestra de humildad que podemos tener. Según crecemos y el ego se engrandece, éste empieza a tomar el control de nuestras vidas y, soberbio él, se cree por encima de la realidad. Todo lo sabe, todo lo conoce.
El universo es infinito, por tanto, la realidad es infinita. Nunca acabaremos de descubrir la realidad. Nunca acabaremos de aprender. Y por orgullosos, hemos aceptado como normal el no tener interés por nada. El aceptar que lo sabemos todo, que la vida es así, aunque no nos guste. Pero la realidad es mucho más grande de lo que podemos imaginar.
No hace falta ser Buda para entender el universo, no hace falta ser Cristo para ser uno con Dios. Basta un instante, un momento de atención, de observar cuánto nos rodea, y de observar nuestro interior, de asombrarnos por la maravilla de todas las cosas, y de asombrarnos por la maravilla de nuestra persona. Basta ese instante para convertirnos en Buda o en Cristo. Por supuesto, lo que hace grandes a Buda o a Cristo, es que han llegado a mantenerse en ese instante para la eternidad. Nosotros lo experimentamos en pequeñas dosis y luego nos alejamos. Pero todo tiene un comienzo, y el mejor comienzo es el tener la humildad de saber que eres un ignorante.
Sabiendo que eres un ignorante, aceptando el hecho, empezarás a mirar el mundo, y a ti mismo, con esa mirada entre el asombro y la maravilla característico de los niños.
Te animo a que dediques más tiempo a observar los detalles, los objetos que te rodean, los pájaros y su comportamiento, las hormigas y su comportamiento. Juega con un palo, juega con una piedra, observa lo maravillosas que son. Se un niño de nuevo y verás la realidad claramente, te sumergirás en ella. Entenderás el universo, serás uno con Dios. Sin comprender, sin explicaciones. Todo será perfecto.