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  • Foto del escritorArmando Molina II

Cómo perder el miedo


Recuerdo que hasta hace unos años tenía bastante miedo a la oscuridad. Pero aún así me obligaba a salir de noche, me iba yo solo a dar paseos por el campo. Oía cualquier ruido y temblaba aterrorizado. Pero al mismo tiempo, pensaba: ¿qué me da miedo? ¿quizá a que me saliera un jabalí? que era lo más peligroso que podría encontrar por la zona. Pero verdaderamente un jabalí no me daba miedo. Sentía miedo al miedo. Al susto, a la oscuridad, a los asesinos psicópatas que rondarán de noche por esa zona, a los fantasmas malvados con sed de venganza y a los extraterrestres en busca de presas. No, no temía esas cosas, pero temía el miedo, así, en general, sin ser una cosa en concreto. Temía a la idea de que algo muy malo me pasara.


Por supuesto que el origen del miedo es algo evolutivo, al haber poca visibilidad no controlamos el entorno y eso nos provoca intuitivamente una alerta en nuestro cuerpo para que busquemos un lugar seguro donde podamos controlar el entorno. Pero aparte del miedo evolutivo, a modo de protección, nuestra mente se ha hecho dueña de esas temibles sensaciones que nos acompañan cada día. Pero francamente, en un campo a las afueras de Madrid, es muy raro que un animal salvaje me ataque por la espalda. Es muy raro encontrarse con un asesino o encontrarse con fantasmas o extraterrestres. En fin, entonces, ¿qué temía? Lo más realista podría ser tropezarme con una piedra o perderme en la oscuridad. Pero tampoco sería nada que no pudiese también suceder a la luz del día. Después de observarme durante mis caminatas nocturnas, empecé a enfocar mi atención hacia las maravillas de la noche, en vez de hacia los temores que me invadían. Y con el paso de los días fui maravillándome de todo lo que envuelve la noche. Los sonidos de la madrugada son mágicos. Los olores son más intensos que durante el día. La luna y las estrellas son increíblemente hermosas. Y el mero hecho de potenciar todos nuestros sentidos, ya que la oscuridad nos obliga a ello, nos sumerge en un estado de concentración puro, un estado de meditación constante. Donde el sentir de la presión de tu pie contra el suelo a cada paso, con la seguridad de que no te metes en un agujero, supone un milagro increíble. Descubrí que la noche en sí misma es una hermosa meditación.


Cuando aprendí esta lección dejé de temer la oscuridad, incluso la disfrutaba, la necesitaba. Pero para cuando dominé el miedo a la noche rural, me tocó enfrentarme a otro miedo, esta vez en las grandes urbes. Pasear solo, de madrugada, por Madrid, Los Ángeles, Nueva York, Detroit, París. Cruzarte con un grupo con muy malas pintas. Si los fantasmas y los extraterrestres me daban miedo, un grupo de encapuchados con cadenas me parecían mucho peor. Y me parecía peor porque suponían un peligro más realista. Entendía que me podía pasar algo y que debía ser precavido. Pero tener miedo iba más lejos que ser cauto, suponía asimilar que algo malo me iba a pasar, antes de que sucediese. Y al igual que en el campo, me obligué a enfrentarme a mi miedo en la ciudad, con mucha atención y mucha cautela. Después de muchas caminatas nocturnas y muchos cambios de acera para evitar cruzarme con aquellos a los que temía, me di cuenta de que no pasaba nada. Es más, cuando alguien me paraba para pedirme fuego y yo me paralizaba, resultaba ser gente de lo más simpática. Por supuesto que podía pasarme algo. No soy tonto. Pero más tonto es preocuparse antes de que suceda. También a plena luz del día, rodeado de gente agradable, te puede pasar algo malo. En cualquier momento podemos tener cualquier tipo de inconveniente o accidente, incluso en cualquier momento nos vamos a morir. ¿De qué sirve el miedo entonces?


Ser cuidadoso y precavido me parece maravilloso, yo lo soy bastante. ¿Pero tener miedo? ¿Preocuparse de algo que probablemente no va a pasar? ¿De qué sirve?


Os he hablado de mi miedo a la noche, pero voy enfrentándome poco a poco a todos mis miedos. Uno de los peores, era el miedo a las arañas, hasta que capturé una en un vote de cristal y me acompañó durante varios días. La llamé Carlota, por el libro. Hablaba con ella amistosamente durante horas. Y aunque no lo creáis, ella me hablaba también. No con palabras, pero teníamos una telepatía muy aguda. Un buen día la observaba muy de cerca y no me daba miedo alguno, es más, me gustaba. Pensé que en cualquier momento la encontraría muerta en el bote, pero seguía viva después de varios días, así que decidí liberarla. La puse sobre mi mano y la solté en el campo. Con el tiempo no recuerdo bien, pero creo que mientras se alejaba se paró un momento, se giró, como diciéndome adiós, y continuó su camino.


Es increíblemente hermoso lo que vas a encontrar al otro lado del miedo. Te ánimo a qué lo descubras.


Para acabar, quisiera compartir contigo un pequeño fragmento de mi libro, "Hombres de poca fe", donde cuento uno de los momentos más terroríficos de mi vida.


Acampé una noche en un bosque por las Landas, cerca de Burdeos. A mitad de la noche los pasos de un gran animal empezaron a rodear la tienda y en esa ocasión estaba yo solo. De pronto, el animal soltó un rugido fiero, el cual era incapaz de identificar. Mi mente intentaba justificar que no había osos por esa zona pero no estaba cien por cien seguro, y era incapaz de pensar que no fuera un oso, ante semejante rugido. Sigilosamente cubrí la bolsa donde guardaba la comida con el saco de dormir. Intentaba adivinar qué animal sería, ¿un ciervo, un jabalí? ¿Habría alguna posibilidad de que realmente fuera un oso? Asustado, con mucho pánico, dudaba entre levantarme gritando dentro de la tienda, salir corriendo en medio de la noche o quedarme tranquilo a esperar que el animal me comiera, o con suerte, que se cansara y se fuera. Me decanté por esta última opción, y me quedé en silencio, estaba asustado como pocas veces en mi vida, ya que no hay peor miedo que el que crea tu cabeza, y al no saber qué había realmente ahí fuera, mi mente se volvía en mi contra, pasé de pensar en un oso a pensar que era un enorme dragón de tres cabezas. Pasaron varios minutos y el animal seguía rugiendo de forma ensordecedora a escasos centímetros de mí, separados solamente por una fina lona. Esperé, recé y medité. Pedí a Dios que me protegiera. A la media hora oía como los pasos y rugidos de semejante monstruo se iban alejando cada vez más, y más, y más. Nunca en mi vida había sentido tanto miedo y jamás supe qué criatura me había estado acechando.





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